*004 — Complejidad no implica complejizar
Una mirada funcional al pensamiento sistémico y a la complejidad
Mi interés por tener una mejor comprensión de la realidad hizo que hace ya algunos años me interesara por las ciencias de la complejidad y el pensamiento sistémico1. Ambas corrientes de pensamiento se plantean como modelos epistemológicos alternativos al pensamiento analítico, que ha sido el modo de pensar hegemónico durante los últimos 350 años.
La genealogía del pensamiento analítico va tan atrás como el siglo XVII, con el filósofo René Descartes. El racionalista francés propondría con gran éxito que la mejor forma de comprender un fenómeno complejo era a través del estudio aislado de sus partes. Según Descartes, ese proceso de fragmentación es el que nos llevaría a alcanzar la mejor comprensión de un fenómeno difícil de desentrañar. El resto es historia. Cogito, ergo sum.
Es inconmensurable la influencia que ha ejercido el modelo cartesiano en nuestra sociedad actual. Sin ir más lejos, la medicina basada en especializaciones o el modo contemporáneo de hacer ciencia se fundamentan por completo en premisas analíticas.
Sin embargo, alrededor de las década de los 60 se empieza a fraguar una contrapropuesta epistemológica, conocida como pensamiento sistémico. Su propuesta parte de la premisa contraria a la del modelo cartesiano: la mejor forma de comprender la realidad no es atendiendo a los elementos de forma aislada, sino precisamente atendiendo a sus relaciones, es decir, comprendiendo como los distintos elementos se afectan entre sí.
Esta aproximación ha conseguido explicar con mayor éxito fenómenos de tipo colectivo, que desde el prisma analítico resultaban del todo insatisfactorios. La explicación de la conciencia, por ejemplo: no es posible hallar esta propiedad en ninguna de las partes que componen el sistema nervioso humano; ni en las neuronas, ni en ninguna otra de las partes que componen el cerebro. Para explicar la conciencia, es necesario acudir al concepto sistémico de la «emergencia», que podríamos definir como aquella característica o propiedad que nace fruto (y solo) gracias a la interacción entre las partes. Es decir, la conciencia no se encuentra esencialmente en ninguna de las partes del cerebro, sino que nace exclusivamente de la relación de ellas. De ahí que el mantra sistémico sea que «el todo es más que la suma de las partes».
Parálisis por análisis
Este soplo de aire fresco provocado por esta «nueva» aproximación ha hecho que muchos hayan empezado a aplicar una mirada sistémica a todo cuanto les rodea. Dado, que todo está conectado con todo, ¿por qué no plasmarlo? De esta forma tendremos una mejor comprensión del problema, y con ello, lograremos entender no solo las relaciones causales directas, sino también aquellas de segundo y tercer orden, que podrían llegar a ser determinantes en algún momento. Herramientas como el diagrama causal nos permiten formalizar y capturar gráficamente esa red relacional del sistema a estudiar.
Sin embargo, ¿es óptimo mapear todo cuanto seamos capaces de identificar? El racional sistémico parece indicar que sí, dado que todos los elementos tienen cierta capacidad de influencia, y por tanto, pueden resultar importantes en la situación sobre la que queremos intervenir.
Justo en en este punto me gustaría reflotar un vieja narrativa que cogió mucha vigencia a raíz de la fiebre del big data, hará cosa de una década. Todo apuntaba a que el uso de datos masivos representaría un giro copernicano: de pronto todo podría ser cuantificado, y por ende, eso nos situaría en una situación óptima en lo que a toma de decisiones se refiere—lo que se conoce en economía como situación con «información perfecta»—. Sin embargo, había algo con lo que no contábamos; y es que la utilidad de la información presenta forma de «U» invertida.
Esto significa que más información es mejor hasta el punto en que los efectos se invierten, y más información empieza a a ser peor2. Su punto álgido se alcanza en el famoso «parálisis por análisis», donde la cantidad de información es tal que nos volvemos totalmente inoperativos con ella. Tres datos es mejor que un dato; cinco datos es mejor que tres datos; pero, casi seguro que cincuenta datos serán peor que cinco datos, porque no tendremos ni idea de qué hacer con ellos.
El problema de dar mayor resolución a la realidad es que aumenta nuestra carga cognitiva, y por ende, nuestra capacidad de pensar y decidir. Algo que mi admirado Borges supo recoger con su habitual maestría en su microcuento llamado Del rigor en la ciencia3:
... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.
Suárez Miranda, Viajes de varones prudentes, IV, cap. XLV, Lérida, 1658.
¿Dónde está el punto óptimo entre el mapeo de la complejidad y nuestra capacidad operativa? Albert Einstein nos dio alguna pista: «Todo debe hacerse tan simple como sea posible, pero no más simple»4.
La complejidad siempre estuvo allí
La complejidad es inherente a toda realidad. Ha estado allí desde siempre. Que ahora hablemos más de complejidad no significa que la complejidad sea necesariamente mayor. Este es el clásico error de confundir epistemología (cómo percibo yo las cosas), con ontología (cómo son las cosas realmente).
Cierto es, que la conectividad que supone Internet añade una variante hasta ahora inédita. Sin embargo, el mundo material, el mundo físico, es el mismo desde que tenemos constancia. Como suelen decir, muchos siglos antes de que fuéramos capaces de explicar qué era la gravedad ya levantábamos puentes que no se caían. Y así con miles de ejemplos más. No siempre un intento de capturar con más precisión la realidad tiene una transferencia en una mejor forma de abordarla. De hecho, puede llega a ocurrir justo lo contrario.
Esto es algo que se refleja muy bien Ockham y su navaja: a igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable. ¿Por qué? Porque cuantos más pisos utilicemos para construir nuestro andamiaje teórico, más probable es que uno de esos pisos sea erróneo, y por tanto, el edificio termine por derrumbarse. Con su navaja, Ockham nos sugiere tener andamiajes de pocas piezas, porque la posibilidad de que una de ellas esté defectuosa se reduce sustancialmente.
Por ello, mi forma personal de abordar la complejidad siempre ha sido más desde la mentalidad y la interiorización de los conceptos sistémicos, que no desde su puesta en práctica a través de sus herramientas formales. Para mí, su gran valor reside en cobrar conciencia del gran poder que tienen las interacciones. En entender que la cadena causal es mucho más grande de lo que podemos pensar desde el prisma analítico.
Dicho esto, claro que la formalización del pensamiento sistémico tiene sus usos y contextos. Tan cierto como que hay problemáticas de naturaleza más sistémicas que otras. No es lo mismo abordar un conflicto armado o una crisis energética, que repensar una app digital de un e-comerce. Y aunque la complejidad está inserta en ambas situaciones por igual (mismo mundo), no está tan claro que en ambos casos nos beneficiemos por igual de aplicar una mirada tan holística y exhaustiva como la que requiere el pensamiento sistémico formal. Me remito al implacable refranero español: «Para este viaje no hacían falta tantas alforjas».
Tres dispositivos para atajar la complejidad
Mi abordaje a la complejidad sigue la premisa einsteniana: mínima complejidad necesaria. No se trata de complejizar, sino más bien de hacerlo lo más simple posible (siempre recordando la naturaleza sistémica de la realidad) con el objetivo de maximizar la efectividad de nuestra intervención. Recordemos que la estrategia es una disciplina de análisis profundo; pero siempre supeditada por completo al pragmatismo, a la acción. Si analizar más no se traduce en hacer más, entonces no sirve.
Personalmente, soy fan de todos aquellos artefactos que nos permiten incidir en la complejidad desde la simplicidad —una suerte de «construir puentes sin entender qué es la gravedad»—. Para mí, hay 3 dispositivos que juegan en ese nivel: el heurístico, el automatismo y la narrativa. Estos 3 dispositivos nos permiten cambiar realidades complejas sin necesidad de complejizar.
Heurísticos
Un heurístico es una regla simple que permite resolver un problema o situación de forma muy rápida; una suerte de atajo metodológico.
No tomar decisiones los viernes por la tarde, analizar el tiempo que te tomará una tarea a partir del tiempo que te han tomado tareas similares en el pasado, o autoimponerse un deadline ficticio para hacer una entrega serían heurísticos que utilizamos a menudo en el entorno laboral.
Lo interesante es que detrás de estas sencillas reglas se encierra mucha más complejidad de la aparente. De hecho, esa es precisamente la gran virtud de los heurísticos: son más complicados de desentrañar, que de ejecutar.
Analicemos el primer ejemplo: «No tomar decisiones los viernes por la tarde». Tras esta regla se esconde mucho conocimiento. Por ejemplo, se está asumiendo que la toma de decisiones es un proceso drenante, y que al final de la semana llegamos con las energías justas, por lo que no es un buen momento para decidir. A su vez, también está ponderando el sobreoptimismo que supone la entrada del fin de semana, estado que de nuevo nos aleja de de una toma de decisiones óptima. Y así podríamos seguir enumerando factores recogidos por esta regla sencilla.
Lo revelador es que el heurístico esconde todo este argumentario: ejecutarlo supone tener en cuenta todas esas consideraciones sin la necesidad de acarrear con la carga cognitiva asociada. El heurístico nos perite manejar complejidad desde los implícitos.
Automatismos
El automatismo se mueve en un plano similar al del heurístico, pero desde otra lógica. En este caso hablamos de acciones que por repetición terminan por suponernos un grado de esfuerzo cada vez menor, hasta el punto de alcanzar el estado de invisibilidad: lo terminamos haciendo sin apenas darnos cuenta.
Mirar el correo cuando abrimos el ordenador, abrir la luz cuando entramos en casa, o revisar los bolsillos antes de cerrar la puerta son automatismos que realizamos a lo largo de nuestro día. Y son pocas las veces que los llevamos a cabo de forma plenamente consciente e intencional.
Lo interesante del automatismo es que nos permite ejecutar acciones a muy bajo coste, hecho que nos facilita llevar a cabo más tareas al mismo tiempo. Algo que el filósofo Alfred North Whitehead supo sintetizar mejor que nadie: «La civilización avanza extendiendo el número de operaciones importantes que podemos realizar sin pensar en ellas».
Todos habremos comprobado que tras la vuelta de unas largas vacaciones somos incapaces de hacer la misma cantidad de trabajo que antes. «¿Cómo era posible que antes hiciéramos todo esto?», nos preguntamos. La respuesta es que por falta de hábito hemos desautomatizado gran parte de estas acciones. Por suerte se recupera pronto. Otro ejemplo del valor del automatismo lo tenemos en la conducción: conducir requiere una cantidad ingente de tareas sincronizadas, que solo un conductor novel será capaz de percibir.
Si somos capaces de automatizar tareas podremos hacemos más con menos, y por tanto, aprovechar mejor nuestras capacidades cognitivas. Para profundizar en este dominio recomiendo Atomic Habits de James Clear, donde el autor propone varias estrategias para mejorar en materia de hábitos y comportamientos automáticos.
Narrativas
Por último, el tercer dispositivo para atajar la complejidad es la narrativa —de hecho, me gustaría dedicarle un monográfico al tema en un futuro—.
Qué decir del papel de las historias. Son parte de nuestra naturaleza más esencial, y eso nos hace especialmente sensibles a ellas. Yuval Noah Harari lo cuenta muy bien en Sapiens: la religión, el dinero o la nación son ficciones narrativas que han jugado un papel esencial en nuestra historia como especie. De hecho, en casi cualquier acontecimiento extraordinario de nuestra historia encontraremos una de estas tres ficciones como motivación.
Darnos cuenta del papel movilizador de las narrativas ya es de por sí transformador. Nos permite percibir como se agitan a nuestro alrededor, y por tanto, adscribirnos a ellas o desestimarlas de un modo más consciente. Sin embargo, el gran shift está en su producción. Y es que la narrativa es condición necesaria de todo acto extraordinario. Dadme un relato y cambiaré el mundo.
El deporte es un terreno especialmente fértil en este menester. Primero porque son muchas las historias de deportistas que lograron alcanzar hitos aparentemente imposibles a la luz de los hechos. Pero, sobre todo, porque el deporte nos permite objetivar el impacto de una buena narrativa. En un campo donde todo se mide por números y probabilidades, podemos cuantificar su valor: un imponderable capaz de destrozar cualquier pronóstico. ¿Qué probabilidad había de que un equipo tan looser como los Bulls ganaran 6 anillos de la NBA cuando ficharon a Jordan? ¿Qué probabilidad había de que el Real Madrid remontara 4 eliminatorias de Champions League perdiendo en todas ella por varios goles a falta de pocos minutos?
Hay algo que no podemos medir ni tocar, pero que desde luego tiene un poder movilizador sin igual en las personas—sistemas complejos, al fin y al cabo—. Se llama narrativa. «Pueden porque creen que pueden» (Virgilio, Eneida libro V).
En busca del equilibrio
Hemos visto 3 herramientas que nos permiten actuar en entornos complejos sin necesidad de complejizar. Es evidente que la aproximación que propone el pensamiento sistémico nos abren nuevas vías—en algunos casos con gran éxito—de comprender y asir la realidad. Sin embargo, no en todos los contextos será óptimo desplegar todo su arsenal metodológico.
Como profesionales inquietos, es fácil caer en la trampa que supone el descubrimiento de un nuevo método o aproximación: de pronto creemos que es la solución a todos nuestros problemas («Cuando solo tienes un martillo todo te parece un clavo»). El pensamiento sistémico no es una excepción.
La pregunta clave aquí es si más resolución —si más visibilidad y conciencia de las complejidad—nos va a permitir abordar la situación con mayor efectividad. La virtud, a mi parecer, reside en encontrar el punto óptimo entre comprensión y ejecución. Porque como hemos visto, mapear la complejidad no es gratuito: trae asociado a un sobrecoste cognitivo que nos restará recursos para otros fines. Precisamente por esto le doy tanto valor a herramientas como los heurísticos, los automatismos y las narrativas; porque nos permiten mover la aguja con un gran ratio coste-efectividad.
Debemos hacernos con mapas (herramientas) que maximicen la utilidad, no la precisión —si es que eso existe—. De lo contrario, corremos el riesgo de convertirlas en una carga, y finalmente en un vestigio, como en el cuento de Borges. Me pregunto cuántos mapas sistémicos quedarán guardados en cajones en el futuro.
La complejidad es inherente a toda realidad, y seguirá allí tanto si la reflejamos como si no. Así que la verdadera pregunta es (y siempre será): ¿Qué herramienta nos permitirá mover más la aguja en esta ocasión? Puede que sea el pensamiento sistémico, puede que no.
Este es un mapa actualizado a fecha de 2021 que da cuenta de la evolución y las ramas de conocimiento que han tratado de abordar la complejidad desde los afueras del reduccionismo.
Esta dinámica en forma «U» se da en una gran cantidad de estímulos biológicos. Por ejemplo, en el entrenamiento físico: más es mejor hasta el punto en que más dosis empieza a invertir el efecto. El punto crítico se alcanzaría con una lesión.
Este relato, que ya se presenta con cierta apariencia apócrifa, es a su vez una falsación literaria de un fragmento de la novela Silvia y Bruno de Lewis Carroll. Los fans de Borges ya sabéis lo mucho que le gustaba al argentino rizar el rizo.